El legado Hounza. Capítulo 1.

(Nota: si no sabes de qué va esto, puede que te interese leerte esto otro antes)

I – NEPAL, Siglo III a.C.

La noche llega pronto en esta época del año. Los días se hacen cortos y el crepúsculo es frío. El valle, aunque apacible, se vuelve inhóspito y estéril y ya empiezan a verse las hogueras en torno a las cuales, abrigados en gruesas túnicas, los adultos de la aldea se turnan para asombrar a los más jóvenes con cuentos míticos y batallas acontecidas hace ya muchísimo tiempo; hazañas que, sin duda, han adquirido majestuosidad según se han ido rememorando una y otra vez a lo largo de los años.

Kandú se ha retrasado hoy. Cuando por fin aparece, voces nerviosas se extienden entre los presentes, pues las largas temporadas en las que el chamán permanece encerrado en su solitaria choza, no suelen traer buenas nuevas cuando por fin el anciano da por concluida su reclusión. Esta vez, el eremita ha estado ausente más de dos semanas. Mal augurio.

Su rostro representa la viva imagen de este presagio; aunque es el más longevo de toda la tribu y su piel se ha vuelto seca y marchita, su frente aparece poblada de nuevos pliegues y arrugas que le otorgan un aura de oscura solemnidad. Mientras avanza hacia la hoguera, las voces se van apagando, dejando paso a un silencio tenso, expectante, ante lo que el más sabio de los hounzas tiene que decir al resto.

Thenkos lo acompaña. Dicen algunos que ha permanecido con él durante su encierro, aunque también hay quien afirma haberle visto abandonar la choza para buscar comida o cambiar el agua. Sea como fuere, es un joven introvertido que prefiere mantenerse en silencio, alejado y solitario, virtudes que, sin lugar a dudas, le han convertido en el pupilo favorito de Kandú.

Al cabo de un momento, en el aire apenas queda un recuerdo del suave murmullo y el crepitar de las cenizas toma importancia rompiendo la barrera entre el nerviosismo de la multitud y la impertérrita severidad del viejo, quien espera paciente a que el último rayo de sol desaparezca tras el horizonte escarpado del valle, dibujando a contraluz la lejana cima de Ivrust, la gran cumbre. Se sienta y respira profundamente.

-Nuestro fin se acerca… -son sus únicas palabras.

El silencio acaba de pronto con un gran estrépito de voces confundidas. Alguien ordena callar. Seguramente Kandú tenga algo más que añadir.

-Es probable que nuestra civilización no sobreviva al invierno.

-Venerado Kandú –Chakta, un joven cazador, se pone en pie- ¿cómo puede ser eso posible? Nuestras cosechas este año han sido generosas, la paz reside en nuestro pueblo desde hace varias generaciones… ¿qué desastre nos aguarda? ¿cuál es el aciago destino que te han revelado tus runas?

-Este lugar, que durante tanto tiempo nos ha resguardado, protegido y alimentado, está finalmente condenado. Y nosotros estamos condenados con él. La estación del frío será muy dura esta vez y no hay nada que podamos hacer para evitar el desastre.

-¿Cómo que no podemos hacer nada? ¿Te han dicho tus runas acaso que debemos permanecer impasibles mientras vemos cómo nos devora el invierno? Porque si no es así, mañana mismo prepararé lo necesario para que tanto yo como mi familia podamos huir de semejante fatalidad; y consideraré grata la compañía de todo aquel que se resista a perecer en este valle.

Algunas frases de aprobación emanan del grupo tras las alentadoras palabras de Chakta, pero el rostro de Kandú sigue inmóvil, ajeno.

-No deberías hablar tan a la ligera Chakta. Puede que seas el hounza con más iniciativa y determinación de todos nosotros, pero a veces tus propias palabras están llenas de insensatez. Ahora escucha, y al igual que tú, hacedlo todos. Esta tierra es nuestra; nos pertenece desde hace generaciones. La hemos obrado y trabajado con dureza y nos ha dado cobijo y alimento. No existe un valle como éste ni ningún otro pueblo en más de quinientas leguas, y aunque parezca una distancia pequeña que se podría atravesar en pocas jornadas en cualquier otra época del año, el invierno está aquí y las montañas que nos rodean harán del frío el peor de nuestros suplicios, pues loco es aquél que se adentre en las entrañas de Ivrust mientras caen la nieve y las heladas. No; nuestro sitio está aquí.

La vehemencia de las palabras de Kandú vuelve a enterrar las voces de quienes se resignan a creer que su destino está sellado. Cuando comprueba que todos le prestan atención, continua.

-Mis runas, mis visiones, mis revelaciones… todo coincide con que debemos permanecer aquí; seguir con nuestra vida. Aceptar con resignación la muerte como parte de ella como aceptamos con júbilo el alumbramiento. El invierno será duro, quizá el peor de todos los que hayamos pasado, pero aguantaremos. Tenemos tiempo para prepararnos bien. No obstante, en la época del deshielo, el valle quedará hundido, el agua se convertirá en hielo y nos servirá de sepultura.

Que haya que resignarse a la muerte no significa que haya que aceptarla. Así ocurre de nuevo entre la muchedumbre, donde se ahogan gritos y lloros ante tan terrible final. Se oye por encima del resto el llanto de una mujer, encinta de hace cinco lunas y que confiaba en que su hijo pudiera conocer el pequeño pedazo de mundo que pueblan los hounzas; quizá puede que llegara más lejos. Ahora ese sueño se esfuma y sólo le quedan lágrimas.

-Pero no desesperéis… –la agrietada pero grave voz de Kandú se impone a los lamentos; la gente levanta la vista de nuevo-, pues ni nuestra civilización ni nuestros secretos perecerán con nosotros. Durante mi meditación, he estudiado nuestra situación durante día y noche; he explorado mundos más allá del tiempo y el espacio que ninguno de vosotros os podríais imaginar jamás. De nada sirve que os los describa, pues harían falta años para haceros entender que este lugar que habitamos no está sujeto a las leyes que rigen el mundo; que he viajado al lugar donde pacientes nos aguardan nuestros ancestros, con quienes he dialogado durante semanas, pues el tiempo no obedece a nuestras normas allí donde ellos habitan. Y son ellos quienes me han dado la solución.

Mientras Kandú habla, Thenkos se le acerca sigilosamente. Al terminar, le entrega un pequeño zurrón de cuero anudado con una fina cuerda de seda negra y reluciente. El anciano lo coge con manos firmes, desata el complejo nudo y extrae de su interior un objeto envuelto en un hatillo también de seda semejante a la del hilo que sellaba el zurrón.

-Aquí se encuentra nuestro futuro. Nuestros antepasados nos hablan.

Vacía el contenido de la bolsa con delicadeza a los pies del fuego. A primera vista, parece medio cascarón de nuez, pero es más grande y sin lugar a dudas la piedra de color oscuro con la que está tallado es claramente obsidiana. Sobre su parte llana, varios cilindros del mismo material pero de diferentes dimensiones se engarzan a la piedra perpendicularmente, mientras otros más pequeños los atraviesan a diferentes alturas. Ningún hounza ha visto nunca algo similar.

Kandú recoge la pequeña joya entre sus dedos mientras todo el poblado le mira perplejo.

-Grandes civilizaciones anteriores a la nuestra usaban ingenios como éste para recorrer enormes distancias tanto en el espacio como en el tiempo.

Entonces, de manera imperceptible, mueve uno de los cilindros, haciéndolo girar sobre si mismo hasta que un casi inaudible sonido le avisa de que ha encontrado la posición adecuada.

-Ahora os explicaré cómo funciona –termina diciendo.

Y entonces ocurre algo sorprendente.

Continuará…

Gracias a José Francisco Sastre García por su ayuda con las correcciones y la edición de estilo.


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[hupso]

1 Comentario

  1. Me parce que está muy bien y engancha… Para cuándo el segundo capítulo?