Allá por los años noventa podía considerarme todavía más friki de lo que me considero hoy. Cuando no existía internet (al menos en España) y cualquier artículo relacionado con el fandom comiquero o rolero era considerado una rareza de tintes heréticos para los profanos en la materia, ahí estábamos unos cuantos dándolo todo intentando conseguir el último módulo en inglés del Rolemaster (válganme los dioses) o la ampliación de reglas del GURPS para montarte partidas de Robotech a cuatro bandas.
Era la época de las fotocopias encuadernadas a canutillo, de la maquetación con Pagemaker y reproducción a base de impresora matricial. Otros tiempos, qué diablos. El romanticismo del «Do It Yourself» elevado a la enésima potencia, y me remito a cierto tablero de Battletech a base de héxagonos de poliestireno que nos estuvimos trabajando unos cuantos para aquellas primeras Talazbrágoles (que ni siquiera se llamaban así) en el año 92. Si no entiendes muy bien sobre lo que estás leyendo ahora mismo, lo mismo no eres suficientemente friki… o eres friki pero muy joven.
También era en los noventa cuando en las tiendas de cómics veías en el mismo montón el último número de los X-Men junto a los fanzines de turno autoeditados y autodistribuidos por su(s) creadore(s). No sé cuántas veces me habré paseado por Callao dejando mis cuadernillos fotocopiados en todos los establecimientos posibles y semana tras semana revisando que estuvieran visibles (porque tristemente seguían ahí impertérritos aunque los hubieras decorado con neones refulgentes) y llevándome grandísimas alegrías cuando después de varios meses hacía el recuento y veía que se había vendido… ¡¡¡UNO!!!. Me río yo del Euromillón. JA!
Pues en aquel entonces, entre desarrollos de juegos de rol, cómics autoproducidos y peleas para conseguir arañar la pela en la fotocopiadora de la esquina (que era la que te ponía -¡oh, cielos!- las grapas en los A3 y cartulinas de colores), me embarqué, con más ganas que talento, en la aventura de un fanzine literario con mis amigos Pedro Alcántara, Paul Viejo y Carlos González (el zíngaro). Llamóse el proyecto Bucanero y durante trece (críptico número) ejemplares de periodicidad trimestral (multipliquen para saber los meses a partir de 1996) nos dedicamos a darle vida a través de la fantasía heroica, la ciencia ficción cyberpunk y Space Ópera, el terror victoriano, el horror primigenio y, en definitiva, con cualquier tema relacionado con los mundos alternativos y que pudiera lograr que nos excomulgaran. Desde luego, si alguno consiguió la excomunión, no fue por esto; palabra.
Bucanero, no está de más reconocerlo, se hizo su pequeño hueco como referente dentro del ámbito de fanzines literarios fantásticos. Moviendo algunos hilos, en los albores de La Red, conseguíamos relatos antiguos libres de derechos que se nos permitía editar y que hacían las delicias de los fans acérrimos (Agnés de Chastillón, de R.E. Howard, por ejemplo). También llenaban sus páginas muchos artículos de colaboradores sobre los más diversos temas (recuerdo la desmembración que hizo Pedro de Blade Runner y que en cierta ocasión me preguntaron si quien la había escrito era algún científico loco o un catedrático de filosofía; así tal cual). O también, como era de suponer en un fanzine de estas características, muchas veces los relatos los escribíamos nosotros. Y ahí es donde quería llegar, pero es que no se me da bien evitar los rodeos.
Por cierto, no busquéis Bucaneros porque son como los dinosaurios: fueron grandes, pero ahora están extintos. Ni siquiera yo los tengo todos, muchos de ellos han sido víctima de préstamos a indeseables indebidos (los Siete Infiernos se ceben con vuestras entrañas) y el resto… pues no; sólo hay préstamos a indeseables indebidos (así muráis entre estertores víctimas todos de una indigestión de higos, sátrapas).
Básicamente mi trabajo en Bucanero se limitaba a poner las ilustraciones de los relatos y artículos. Igual no todas. Igual no siempre. Igual no del todo buenas. Pero coño, era joven e inexperto. Hoy las veo y haciendo un somero uso de la autocrítica me dan ganas de haberme arrancado las manos y habérselas ofrecido a Cthulhu como ofrenda que me garantizara un puesto importante cuando salga del mar y gobierne el mundo; no sé, quizá para tocar el tambor con los muñones, porque ya me dirás qué hago yo sin manos; pero bueno, entonces es lo que había y parece que yo no daba mucho más de mí. Aún así recuerdo algunas con bastante cariño y veo que no han envejecido tan mal como otras, donde me perdía en técnica, composición y un sinfín de pormenores de los que uno siempre se da cuenta a toro pasado.
Como decía, básicamente dibujaba. Pero como siempre me he considerado polivalente y he tenido que tocar todos los palos, me animé a escribir un pequeño relato transtemporal ambientado, más o menos, en mi venerada Inglaterra victoriana, así un poco como de misterio, terror, suspense y esas cosas que tanto me gustaban. Por aquella época había leído «La Lista de los Siete» de Mark Frost y me apetecía hacer algo parecido aunque con mis limitaciones, claro, porque no había escrito nada más largo que una introducción para una aventura de rol en mi vida.
Ni que decir tiene que investigar, lo que se dice investigar, pues tampoco investigué mucho. Era un relato breve, no una disección antropológica del comportamiento humano ni de sus costumbres ancestrales, así que todo pasaba muy por encima y apenas entraba en detalles salvo de lo que conocía a priori o de lo que venía en la enciclopedia (sí, ese mamotreto de libros precintados y con el lomo precioso que acostumbraban a tener nuestros padres decorando el mural panelado del salón), porque lo de internet ni se olía. Sin embargo, desde mi punto de vista exaltado y friki, me sentía muy orgulloso de haber escrito algo y de que mis amigos opinasen que tenía suficiente calidad como para aparecer publicado en dos entregas. Pero claro, cómo no iba a ser yo quien hiciera las ilustraciones, ¿verdad?
Hace poco pensé que no estaría de más darle una revisión, tanto al texto como a los dibujos, y actualizarlo un poco. No podía tener más razón. De los dibujos me acordaba; me apetecía rehacerlos e incluso hacer algunos nuevos, pero es que lo que había olvidado por completo era el texto. Virgencita. Ha sido empezar a releerlo y se me han caído los palos del sombrajo. Cómo se notaba que tenía tantas ganas de escribir que ni me paraba a revisar lo que ya había escrito. Esto lo sigo haciendo ahora, claro, pero es que ahora no estoy publicando relatos. Así que no me queda otra que, por mi propia cordura, darle una vuelta si es que quiero hacer algo con él. Ya, pero entonces ¿qué es lo que quiero hacer? Pues os lo podéis imaginar: vais a tener capítulos en el blog hasta que se os sequen los ojos, así os tengo engañados enganchados para que entréis a saber cómo se desarrollan las aventuras del bueno de Conrad (el protagonista, claro) y los demás dando vueltas a través del tiempo. Además, puede ser una lectura entretenida para el verano, ¿a que sí?
EL LEGADO HOUNZA
Además de la enciclopedia, mi padre tenía (y tiene, hasta donde yo sé) una colección de libros con el título tan sugerente de Otros Mundos (Hay otros mundos, pero están en este). Si no recuerdo mal, pues ha pasado ya mucho tiempo, en uno de esos libros que hablaba sobre civilizaciones rarunas, leí un pequeño capítulo sobre una tribu mítica, que se hacían llamar hounzas. Se decía de esta gente, que habitaba un recóndito valle del Himalaya protegido del frío, que erael pueblo más longevo del que se tenía noticia; pero hasta límites exagerados, como de ciento cincuenta años de edad media entre sus integrantes. No recuerdo si el libro daba muchos más detalles y como no podía contrastar la información de manera sencilla, decidí extinguirlos tal cual y situarlos mucho más atrás en el tiempo de lo que realmente estuvieron. O estaban. O están, porque hoy pones hounzas en google y se me desmonta el mito. Hubiera sido mucho más fácil llamarlos de otra forma (Truncamochos, por ejemplo, que se me acaba de ocurrir y además no tiene resultados en internet) pero qué diantre, después de tanto tiempo, para mí los hounzas son lo que escribí y no lo que son. Y si algún día tengo la suerte de conocer a alguno, le miraré fijamente con unos ojos que le transmitan «deberías estar extinto y si no lo estás es sólo porque yo no quise» y le preguntaré qué come para llegar a tan viejo, que me interesa.
Así que, en breve, la primera entrega de «El Legado Hounza» aparecerá por aquí, reeditado para hacerlo legible al público más exigente y con dibujines nuevos porque me apetecía dibujar y me interesa que conservéis los globos oculares sanos y en vuestro sitio. Permanezcan atentos al blog, aunque ya me encargaré yo de dar la barrila.
PD: Las pocas ilustraciones que acompañan este texto son rescatadas de los antiguos Bucanero. Algunas son del relato de los hounzas y otras no, pero os va a tocar adivinar cuáles. 😉