Comienzo el periplo por Europa que hicimos a modo de tour este último agosto (aings, hace una semana estaba en un barco en el sena pasando por delante de la torre Eiffel a esta misma hora). Fue un viaje interesante, empañado por las vicisitudes e inconvenientes propios de los «paquetes turísticos» a modo de tour; léase: horarios absurdos, tiempos ridículos para ver las cosas, comidas programadas un tanto… ejem… pero agravadas por los problemas que nos surgían al llevar un guía con determinados problemas fonéticos y «actitudinales» donde las explicaciones, que a priori deben resultar interesantes y motivadoras no resultaban ser más que un reclamo para el sueño y el relajo debido al incansable horario que teníamos.
El primer día, a nuestra llegada a Frankfurt con increíble puntualidad, empezamos a darnos cuenta del desaguisado de viaje que nos esperaba cuando estuvimos casi una hora entera esperando en el autobús a un grupo de turistas más desafortunados que, por tejemanejes de Iberia, no habían podido recibir sus maletas a tiempo; no serían los únicos, ya que otro grupo, proveniente de Barcelona, hizo su aterrizaje con ni más ni menos que ocho horas de retraso, lo que le simpidió disfrutar del único día que pasamos los demás en esta ciudad Germana atravesada por el Rin.
El contraste de una ciudad moderna y rascacielos con las típicas casas decoradas en madera vista (todas reconstruidas después de la Segunda Guerra Mundial) da a Franfurt un ambiente especial, entre viejo y nuevo que en agosto se acentúa a modo de turismo, ya que las calles estaban repletas de viajantes y fotógrafistas. Lo mejor, sentarnos a las cuatro de la tarde a comer en una cervecería y ponernos hasta las orejas de salchichas, chucrut y codillo, acompañado de un puré de patatas que parecía haber surgido de la mismísima plantación de tubérculos que San Pedro debe tener a las puertas del cielo y de tanques de cerveza dignos de la más profunda tradición, ya no germánica, sino más bien vikinga. Sería, una de las dos comidas decentes que disfrutaríamos en el viaje; la otra, y con esto ya lo digo todo, fue a base de baguettes en el barrio de Mont-Martre en París, para que os hagáis una «pequeñita» idea cómo fueron el resto de degustaciones típicas de los Países Bajos: tristes.
Reseñable en Frankfurt, la plaza del ayuntamiento y los puentes sobre el Rin. Callejear por las zonas residenciales tiene también su gracia, aunque no deja de ser una ciudad europea, al estilo de Viena, aunque el recuerdo que guardo de esta última es difícilmente superable. Ya empezamos a darnos cuenta de un elemento común que nos acompañaría a partir de ese momento durante el resto del viaje: las bicicletas, que ganarían su protagonismo y apogeo en la caótica y sin embargo perfectamente cuadriculada Amsterdam, donde tenían más peligro que los tranvías.
Por supuesto, el otro factor común que se digó a hacer el viaje con nosotros, fue sin lugar a dudas la fastuosa y desconcertante colección de andamios, grúas y reformas que acompañaban cada miserable plaza que visitábamos y que yo contemplaba consternado, sabiendo las horas de Photoshop que me iba a acarrear después eliminarlas de la toma; a veces, lograba posturas imposibles para conseguir minimizar al máximo el protagonismo de estos gigantes de acero tan discretos como adecuados al paisaje.